Corazones Valientes


Traductor: Martha Faë   
Francesca es una treintañera segura de sí misma, que conduce su vida y sus relaciones según sus propias reglas: libre como el mar y ligera como el viento. Vive de su arte y no tiene vínculos estables con nadie, salvo con sus amigas. Pero cuando Margherita se muda a Japón y Sabrina mantiene las distancias, Francesca se encuentra inesperadamente sola.Justo en ese momento, por casualidad, Francesca conoce a Leonardo, un joven vital que afronta la vida con alegría a pesar de que un terrible accidente lo ha dejado en silla de ruedas.
Entre ellos nace en seguida una amistad sincera, pero puede que el sentimiento que los une esté destinado a convertirse en algo más y que juntos puedan reunir el valor para amarse.

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Prólogo


6 de junio de 2013 - Gavirate

Decir adiós a alguien a quien quieres y que parte hacia un largo viaje es realmente difícil, especialmente si se trata de una de las mejores amigas que tienes en el mundo. Conozco a Margherita desde hace muchos años y si alguna vez me hubiesen dicho que un día lo iba a dejar todo para irse a vivir a Japón, me habría partido de risa. Sin embargo ahí está, alejándose hacia una nueva y excitante vida a diez mil kilómetros de distancia. Desde luego no hay que infravalorar el factor Tazio: fue su compañero de trabajo y mejor amigo durante años y ahora, por fin, están juntos. Megs está locamente enamorada y yo cruzo los dedos por ella. Si alguna vez él la traiciona en modo alguno, ¡lo busco en suelo nipón y lo cuelgo de las pelotas de la Torre de Tokio!
En fin, aquí estoy, observando cómo mi previsible amiga se lanza a una aventura mientras yo me quedo en casa haciéndome cargo de alquilar su piso. ¿Por qué me lo pidió justo a mí?, es un misterio. Estaba segura de que le habría confiado la tarea a Sabrina, nuestra mejor amiga, que la iguala en precisión y perfección. O a sus padres o al antipático de su futuro cuñado, o a cualquier otra persona. En cambio el asunto me tocó a mí, ¡a la imprevisible y poco fiable Francesca Mare!

1


La última pareja que vino a ver el piso era la peor de todas: un aspirante a batería que quiere transformar el dormitorio en sala de ensayos y una bailarina que quiere instalar un tubo de pole dance. Los aceptaría como inquilinos solo por ver la reacción de Tommasina, que vive en el piso de arriba, sería divertido presenciar la pelea entre una octogenaria vivaracha y los dos seudoartistas. Caería en la tentación si el piso no fuese de una de mis mejores amigas.
Antes de mudarse a Tokio con su novio, Megs me rogó que controlara a la inmobiliaria que se encarga de alquilar su piso y que estuviera atenta a ver a quién eligen. Es muy importante para ella porque aquel piso de tres espacios es la casa que compró como señal de independencia tras una ruptura horrible con su ex. Era un grandísimo bastardo al que yo habría capado con gusto. La dejó hecha pedazos, pero por suerte Megs nos tenía a Sabrina y a mí para consolarla, y a su mejor amigo para mimarla y hacer que se enamorara como no lo había hecho jamás.
Les deseo lo mejor, aunque honestamente no creo ni en las almas gemelas ni en los finales felices. Solo son cuentos de hadas para niños, lo sé porque me lo enseñó un hombre; justo aquel a quien creía un perfecto caballero, sin mácula ni miedo, me dio la lección hace muchos años.
Las campanas de la iglesia de Gavirate tañen seis veces, dejando bien claro lo tarde que voy. Tenía cita con la inmobiliaria hace treinta minutos, pero seguro que me perdonan.
–Buenos días, Francesca.
–Hola, Mario, perdone el retraso.
–No importa, he despachado algunos asuntos burocráticos mientras esperaba.
Y así ha quedado demostrado: cuando tengo que tratar con el sexo masculino todo es muy fácil porque son seres simples y previsibles. Con las mujeres tengo algún que otro problemilla, pero solo porque quieren competir y a nadie le gusta perder.
–La veo en espléndida forma, como siempre. ¿Cómo está?
–Muy bien, gracias. ¿Ha programado una cita para esta tarde?
–Sí, tenemos el tiempo justo para llegar a la casa.
–Había calculado que no llegaría a la hora en que habíamos quedado. Veo que ya me conoce.
–Por supuesto, querida, usted llega siempre puntualmente tarde, pero es demasiado maravillosa para echarle nada en cara. ¿Vamos?
Mario abre la puerta y me cede el paso, luego en la calle lo sigo mientras se dirige a pie hacia nuestra meta. Es el dueño de la inmobiliaria que contrató Megs. Las oficinas están muy cerca del piso, así es fácil para los agentes concertar citas con los posibles inquilinos. Al principio, hace ya un mes, era Massimo quien se hacía cargo, un chico joven al que acababan de contratar, pero cuando vi cuánto le costaba mirar a los ojos a la gente comprendí que nunca iba a lograr el objetivo. Megs necesita el dinero del alquiler para pagar la hipoteca, así que intervine.
Sabía que encontraría una solución, convencer a los hombres para que hagan lo que quiero es una tarea tan sencilla que a veces me resulta aburrida. Persuadir al director para que se ocupara del caso personalmente fue un juego de niños. Mario es el típico cincuentón, padre de familia, con crisis de la mediana edad y empezó a babear detrás de mí en cuanto crucé la puerta de su despacho. Se limita a hacerme radiografías con miradas prolongadas y a echarme piropos galantes. Nunca irá más allá porque no es de los que traicionan a su mujer, vamos, que es un buen hombre, aunque no envidio a su esposa.
–Esta tarde vamos a vernos con una persona especial que creo que será la adecuada. Desgraciadamente es discapacitado, pero he comprobado las medidas y el piso le vale.
La imagen de un chico estupendo que pasa a toda velocidad por el carril bici en silla de ruedas me inunda la mente. Solo lo he visto dos veces y en ambas me ha golpeado como un rayo, igual que en este momento, que me pongo nerviosa solo de pensar en volver a verlo. Se llama Leonardo, estoy segura de que se trata de él. Mario sigue parloteando sobre rampas para la cocina y pequeñas adaptaciones en el baño, asegurándome que dejar la casa perfecta para una persona con discapacidad solo implica unas modificaciones mínimas y reversibles. Me cuesta contener las palabras, hasta que Mario pronuncia su nombre.
–Leo es muy buen chico, muy fiable.
–¿Cuántos años tiene?
–Veinticuatro. Es más joven que lo que marcan los requisitos de su amiga, pero le garantizo que tratará el piso de la mejor manera.
Entre las peticiones de Megs había detalles también sobre la edad y estado civil; excluía por completo a los solteros, aunque solo a los de sexo masculino. El documento que escribió es más largo y detallado que las especificaciones técnicas de un telescopio de la Nasa, respetar los pormenores es misión imposible. Por ello he decidido que lo razonable es ignorarlo en conjunto, obviamente sin que Megs lo sepa, que si no, no dormiría por las noches de la preocupación. Mis preguntas en realidad tienen la finalidad egoísta de satisfacer mi curiosidad.
–¿Quiere vivir aquí solo o con una chica?
–No, está soltero. Pero su madre y otros familiares lo van a ayudar a llevar la casa.
–¿Conoce a su familia?
–Son muy conocidos en la comunidad, una familia admirable. La madre está muy comprometida en voluntariado, igual que las dos hijas mayores, y una toca en el coro de la iglesia. Leo era un atleta prometedor antes del accidente.
–¿Qué le ocurrió?
No consigo evitar hacer preguntas, aunque ya conozco la historia del accidente de coche con un conductor borracho que ocurrió cuando Leo solo tenía veintidós años. No logro imaginar cómo se puede vivir en silla de ruedas y seguir sonriendo, y sin embargo él irradia alegría, como la persona más feliz del mundo.
Mario recalca más o menos lo que pienso y agrega que Tommasina estará feliz de tenerlo como vecino; una ventaja que no hay que infravalorar, ya que es dueña de los otros tres pisos del edificio y se muestra muy hostil con los que no le gustan. En cuanto llegamos a la casa lo veo frente a la cancela de entrada charlando amablemente con Tommasina.
Es aún más guapo de lo que lo recordaba, con el pelo liso y negro y unos ojos más azules que un lago de montaña. Tiene la piel bronceada y una sonrisa genuina que en seguida te hace sentir a gusto. Parece que es alto, tiene el pecho y los brazos musculosos, le resaltan con esa camiseta de manga corta bastante entallada. Sus delgadísimas piernas están escondidas bajo unos pantalones anchos.
Nos sonríe y nos saluda con cordialidad, mientras Mario le devuelve el saludo en tono alegre y le ofrece sus respetos a la octogenaria Tommasina. Me acerco y le doy la mano; su forma de estrechar es cálida y fuerte, mientras la mía desgraciadamente resulta torpe.
–Encantado de conocerte, soy Leonardo Ghini.
–Francesca Mare. El placer es mío.
No se acuerda de que ya nos hemos visto de refilón dos veces y eso me molesta, no me ocurre a menudo que un hombre se olvide de mí.
–¿El piso es de una amiga tuya? Creo que la conozco de vista, aunque nunca hemos hablado.
–Sí, ella está en el extranjero, me encargo yo del piso. Más bien lo hace Mario en realidad.
Cuando oye que la nombramos, Tommasina se entromete inmediatamente con los ojos brillantes.
–Echo mucho de menos a Margherita, pero me alegro de que esté con Tazio Federico. Él es el hombre adecuado, espero ir pronto a su boda.
–Entonces se alegrará de saber que Taz ya se lo ha propuesto.
–Ay, querida, yo lo sé todo, nos escribimos por e-mail.
Me hace gracia que haya pronunciado la palabra tal como se escribe en inglés y Tommasina se indigna, pensando que me burlo de ella.
–No vivo tan fuera del mundo y de la tecnología como crees, querida mía.
Esta vez el apelativo suena poco afectuoso, Mario me salva proponiendo que empecemos la visita del piso. Entramos en todas las habitaciones; aunque el tono de Mario sea más informal, el guión es el mismo. Dos dormitorios amplios y luminosos, cocina con office, salón, baño grande con una ducha enorme con mampara y un utilísimo trastero, además de jardín a ambos costados. No me interesa mucho la caldera externa que se instaló hace solo cinco años, pero me atrae lo de la orientación sudeste. Mario siempre lo recalca sacando una brújula que muestra como si fuera un tesoro al cliente de turno. En efecto, la luz debe de ser maravillosa y lamento que Megs haya pintado todas las paredes de blanco.
–Entonces, ¿qué te parece, Leo?»
–Me gusta mucho y está en un lugar cómodo. Mi única duda es el contrato anual. Busco una casa más o menos definitiva y no me gustaría tener que mudarme dentro de doce meses.
–Como te he explicado por teléfono, es una condición de la propietaria, pero es solo por precaución. En realidad piensa renovar el alquiler año a año si todo va bien.
La lista infinita de requisitos de Megs siempre hace sudar al pobre Mario, que procura darles la vuelta aunque sepa que son inamovibles.
–No sé, me gustaría hacer algunos cambios y me sentiría mejor con un contrato por cuatro años.
Megs me sometió a un curso de formación improvisado, pero muy exhaustivo, antes de darme esta tarea y la palabra modificaciones forma parte de las señales de alerta.
–¿En qué tipo de cambios has pensado? Para mi amiga son muy importantes la casa y los muebles.
–Nada llamativo, pequeños ajustes para mis necesidades, y también me gustaría añadir algo de color. Este minimalismo no me va, me gustaría algo más acogedor. Algún que otro cuadro en las paredes y flores en el jardín. Tal vez pintaría la cocina de algún color cálido.
–Tienes razón, tanto blanco es demasiado serio. Hazlo, no te preocupes, Megs estará en Tokio tres años y dudo que alguna vez vuelva a vivir aquí. Este piso solo es su ancla, una especie de salvavidas mental, pero no volverá a vivir entre estas cuatro paredes.
Mario se revitaliza y recupera la fe en el éxito de la operación; de hecho, vuelve al ataque inmediatamente.
–Bien, ¿lo has oído, Leo? Sabía que era el piso adecuado para ti. ¿Entonces cerramos el trato?
Cuando Leo asiente y sonríe me deslumbra y me siento aliviada y feliz. Megs estará satisfecha y yo me alegro de que sea justo él quien se mude aquí, aunque no sepa bien por qué.
–Perfecto, entonces podemos concertar una cita en la inmobiliaria para firmar los papeles. ¿Cuándo quieres mudarte?
–Inmediatamente, lo antes posible. No veo la hora, Mario. Gracias.
Se dan la mano y se concluye el asunto: un problema menos para mí.

2

   Durante toda la semana he pensado en Leo, en la mudanza y, sobre todo, en sus palabras respecto a los colores que quiere ponerle al piso. Desde que mencionó los cuadros que quiere colgar no hago otra cosa que visualizar cosas que me gustaría pintar. Un millón de imágenes perfectas para él forman un vórtice en mi mente, y es una situación ridícula, porque ni siquiera lo conozco y no tengo ni idea de lo que le gusta.
Tal vez sea de los que cuelgan pósters de cuatro perras que reproducen cuadros famosos, o tal vez adore la fotografía. Era un atleta, así que podría llenar las paredes de fotos de victorias famosas: un corredor que corta la cinta de meta o un ciclista en el sprint final. Me decepcionaría muchísimo que fuese así y debo saber, cueste lo que cueste, la verdad. Por ello he decidido visitarlo y preguntárselo directamente.
Usaré la excusa del juego de llaves que olvidé darle a la inmobiliaria; no estaría bien quedarme con una copia ahora que el piso se ha alquilado. Mi reflejo en el espejo retrovisor es un tanto seductor; no es que quiera impresionarlo, pero aún me duele el orgullo porque Leo se ha olvidado de mí. No sabía mi nombre, pero nadie había olvidado nunca mi cara. No quiero ser vanidosa, pero tampoco hipócrita; las pelirrojas siempre llaman la atención y yo, modestamente, soy un bomboncito, como decía siempre papá.
–Tu cara tan bonita será un arma potente cuando crezcas, cachorra. No tengas escrúpulos a la hora de usarla, porque este es un mundo duro.
Me lo repetía siempre y yo aprendí bien la lección. La belleza no abre todas las puertas y no basta para tener éxito, pero por supuesto que no sobra.
El vestido de lino color verde manzana que llevo será perfecto para causar una buena impresión en el fascinante Leo: es corto hasta el punto justo y entallado donde debe. El nombre en el telefonillo confirma que ya ha hecho la mudanza. Leo pasó ayer su primera noche en la casa nueva, quién sabe si solo o acompañado. La segunda vez que lo vi, estaba con una chica muy guapa, al menos para quien le gusten las rubitas de cara lavada.
Por un segundo vacila mi convicción, tal vez haya sido demasiado impulsiva y haya sido un error venir aquí. Mi dedo parece desconectado de mi cerebro y toma la iniciativa de llamar: demasiado tarde para retirarse, pero tal vez Leo no esté en casa, a fin de cuentas casi es la hora del aperitivo.
–¿Sí, quién es?
–Soy Francesca Mare.
Por un momento temo que no recuerde ni siquiera mi nombre, en cuyo caso moriría de la vergüenza, pero es imposible que me haya olvidado otra vez.
–Hola, pasa.
Se abre la cancela y camino por el pasillo. Leo me espera junto al portal con la puerta abierta. Lleva unos vaqueros normalitos y una camiseta, pero se ve increíblemente sexy. Me ruborizo otra vez debido a mis pensamientos inoportunos, puede que tenga algún problema, ya que encuentro tan excitante a un chico en silla de ruedas.
Leo sigue sonriendo y sus ojos no abandonan nunca los míos. No me pierde de vista ni por un instante, mientras que cualquier otro ser de sexo masculino ya me habría analizado las piernas o al menos el escote. Es increíble que no quiera echarle ni un vistazo siquiera a mi pecho; es mi punto fuerte y a menudo me comparan con Margot, la protagonista de los dibujos animados Arsenio Lupin.
–¡Qué sorpresa, pasa, pasa!
–Gracias.
Leo mueve su silla hacia el salón dándome la espalda y yo miro a mi alrededor, notando que se han desplazado algunos muebles para darle más movilidad. Con un movimiento fluido Leo se gira y vuelve a sonreírme. Es guapísimo, también él tiene un arma potente en su arsenal, qué pena que haya tenido aquel accidente.
–¿Cómo es que estás por aquí? ¿No habrá problemas con tu amiga?
–No, para nada. Solo tenía que darte este juego de llaves. Lo tenía yo, pero obviamente ahora debes tenerlo tú.
Me siento extrañamente turbada y farfullo. Yo, Francesca Mare, la que se desayuna a los hombres, tartamudeo frente a un chico con cara de ángel que, además, es más joven que yo. Le ofrezco las llaves y desvío la mirada por la vergüenza. Miro de reojo los muros y noto con alivio que no hay ni pósters ni fotos horrendas.
–Gracias, eres muy amable.
–De nada.
Debería añadir algo divertido o al menos hacerle una pregunta brillante para entablar conversación, pero mi mente está horriblemente vacía. Siento su mirada sobre mí y no logro mirarlo. ¿De verdad estoy mirando fijamente el esmalte coral y mis sandalias?
–¿Puedo ofrecerte algo de beber?
–Vale. No querría molestar.
–Me encantaría que bebieras algo, ¿me sigues a la cocina?
–Claro.
Debe parecer que me hicieron una lobotomía, como los chicos sin cerebro que me entran en la discoteca los viernes por la noche.
¡Recupérate, eres Francesca Mare!
Leo me sonríe para darme ánimos y se dirige a la cocina mientras lo sigo, mansa y silenciosa. Han puesto una rampa de madera frente a la zona de trabajo para que Leo llegue cómodamente. Me parece que el frigorífico está demasiado alto para ser cómodo y, de hecho, en cuanto lo abre noto que solo ha llenado la parte de abajo.
–¿Cerveza?
–Perfecto.
–¿Rubia o tostada?
–Tostada, gracias.
–Finalmente dos palabras, vamos progresando. ¿Estás cortada? Me sucede a menudo, no te preocupes.
Perfecto, Leo piensa que me incomoda la silla de ruedas y yo ni siquiera la veo. Tengo que explicarme cuanto antes.
–No es por tu estado. Lo siento mucho por ti, pero no me supone ningún problema. No es eso.
Leo abre dos botellas y me pasa una, luego acerca la suya para chocarla contra la mía en un brindis rápido.
–¿Entonces?
–Las llaves eran una excusa. No hago más que pensar en los cuadros que quieres poner y en la maravillosa luz que hay en este apartamento. Soy pintora.
–¿De verdad? Qué chulo.
–Me gustaría pintar tus cuadros.
Leo se sonroja y de pronto parece disgustado.
–Me encantaría poder encargártelos, pero no me lo puedo permitir. Corrijo manuales deportivos y trabajo para algunas revistas web. Freelance.
–Normalmente no voy cazando clientes. Ha sido una coincidencia, pero me gustaría pintar para ti. Es decir, para este piso. Tengo algunas ideas.
No me puedo creer lo que acabo de decir, debo parecer una adolescente que finge ser una artista en vez de la profesional de prestigio que soy en realidad.
–Ni siquiera sabes lo que me apetecería.
–Explícamelo.
–Me gustaría tener un par de cuadros en el dormitorio. El primero que represente el dolor y la dificultad de la vida, y el segundo que celebre la alegría y la esperanza.
No doy crédito a lo que oigo y estoy convencida de que debo ser yo quien pinte estos dos cuadros. No puedo dejarlos pasar, el dinero no me importa nada; las imágenes están en mi mente y piden a gritos fluir sobre el lienzo a través de mi mano. Puedo visualizar perfectamente el tema, los colores, la luz. Serán dos cuadros al óleo.
–Yo los pintaré, no me interesa cobrarlos.
–No sé qué decir. Me gustaría, pero no me parece justo.
–Podrías hacerme publicidad en tu revista. Además, antes de Navidad voy a exponer mi trabajo y me dejarás tus cuadros para exponerlos también, ¿qué opinas?
–Escribo artículos deportivos y no puedo garantizarte mucha visibilidad en los espacios publicitarios, no será efectivo para darte a conocer.
Leo me mira sorprendido, estoy segura de que piensa que estoy loca. Tal vez lo esté por hacerle una propuesta así, no es profesional. Es más, es una insensatez.
–Leo, tú no me conoces, pero tengo bastante nombre en mi campo. Hace siete meses me estrené con mi primera exposición y vendí muchas obras. No estoy buscando trabajo, pero necesito seguir esta inspiración.
–Está bien.
–¿De verdad?
–Salgo ganando, así que gracias.
–Perfecto. Esta es mi tarjeta, con la dirección de mi estudio y mis datos de contacto.
Leo estudia con atención la tarjeta colorida que le he puesto en la mano.
–¡Qué bonito!, es como tu tatuaje, ¿qué es?
–Es mi símbolo, lo diseñé hace años.
Mi logo es un diseño que hice cuando aún era niña y que en pocas palabras me representa. Es una enredadera que no existe, con hojas verde claro, similares a las de la hiedra, y flores como campanillas rojo fuego. La llamaba "campanula ederossa" y la dibujaba por todas partes, tanto, que a los diecisiete hice que me la tatuaran en la escápula derecha. Leo tiene una capacidad de observación notable para haberse dado cuenta.
–Un momento, ¿cómo sabes del tatuaje? No se ve con este vestido.
Leo se ruboriza de golpe e inclina la cabeza hacia un lado.
–Lo vi el día que estabas con tus amigas tomando el aperitivo frente al lago. Es muy bonito.
¡Entonces se había fijado en mí! Una alegría inexplicable me reconforta el corazón, porque aquel día llevaba una chaqueta de cuero y estoy segura de que me la quité solo unos cuantos minutos. Lo que quiere decir que el tatuaje quedó a la vista durante poco tiempo y si Leo lo memorizó significa que me miraba fijamente, a pesar de la rubia que estaba con él. Quizás sea demasiado vanidosa, pero ahora mismo me marcaría una danza de la victoria.
–Gracias, este logo es importante para mí. Entonces me pongo a trabajar en seguida. No veo la hora de empezar.
–¿Esta tarde? Es sábado.
–La inspiración no tiene límites ni reglas. Me muero de ganas de empezar. ¡Estamos en contacto entonces!

Leo me da su número y cuando nos despedimos me siento aliviada y feliz.

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